ROMA, viernes, 9 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la liturgia del próximo domingo, XXXII del tiempo ordinario.
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XXXII Domingo del tiempo ordinario [C]
2 Macabeos 7, 1-2.9-14; 2 Tesalonicenses 2,16-3,5; Lucas 20, 27-38
Dios no es Dios de muertos
En respuesta a la pregunta capciosa de los saduceos sobre el destino de la mujer que ha tenido siete maridos en la tierra, Jesús reafirma sobre todo el hecho de la resurrección, corrigiendo, a la vez, la representación materialista y caricaturesca que se hacen de ella los saduceos. La bienaventuranza eterna no es sencillamente una potenciación y prolongación de las alegrías terrenas, con disfrutes de la carne y de la mesa a placer. La otra vida es de verdad otra vida, una vida de calidad diferente. Es, sí, el cumplimiento de todas las esperanzas que el hombre tiene sobre la tierra -e infinitamente más--, pero en un plano distinto. «Los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles».
En la parte final del Evangelio, Jesús explica el motivo por el que debe haber vida después de la muerte. «Que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven». ¿Dónde está en ello la prueba de que los muertos resucitan? Si Dios se define «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» y es un Dios de vivos, no de muertos, entonces quiere decir que Abraham, Isaac y Jacob viven en algún lugar, si bien, en el momento en que Dios habla a Moisés, aquellos están muertos desde hace siglos.
Interpretando de manera errada la respuesta que Jesús da a los saduceos, algunos han sostenido que el matrimonio carece de toda continuidad en el cielo. Pero con esa frase Jesús rechaza la idea caricaturesca que los saduceos presentan del más allá, como si fuera una sencilla continuación de las relaciones terrenas entre los cónyuges; no excluye que estos puedan reencontrar, en Dios, el vínculo que les ha unido en la tierra.
¿Es posible que dos esposos, tras una vida que les ha asociado a Dios en el milagro de la creación, en la vida eterna, ya no tengan nada en común, como si todo estuviera olvidado, perdido? ¿No estaría esto en contradicción con la palabra de Cristo de que no se debe dividir lo que Dios ha unido? Si Dios les ha unido en la tierra, ¿cómo podría separarles en el cielo? ¿Toda una vida juntos puede acabar en la nada sin que se desmienta el sentido mismo de la vida aquí abajo, que es el de preparar la venida del Reino, los cielos nuevos y la tierra nueva?
Es la Escritura misma -no sólo el natural deseo de los esposos- la que apoya esta esperanza. El matrimonio, dice la Escritura, es «un gran sacramento» porque simboliza la unión entre Cristo y la Iglesia (Ef 5, 32).¿Es posible, entonces, que desaparezca precisamente en la Jerusalén celeste, donde se celebra el eterno banquete nupcial entre Cristo y la Iglesia, del que aquel es imagen?
Según esta visión, el matrimonio no acaba del todo con la muerte, sino que se transfigura, se espiritualiza, se sustrae a todos los límites que marcan la vida en la tierra, igual que, por lo demás, no se olvidan los vínculos existentes entre padres e hijos, o entre amigos. En el prefacio de la Misa de difuntos la liturgia dice que con la muerte «la vida no termina, se transforma»; lo mismo se debe decir del matrimonio, que es parte integrante de la vida.
Pero ¿qué decir a quienes han tenido un experiencia negativa, de incomprensión y de sufrimiento, en el matrimonio terreno? ¿No es para ellos motivo de miedo, más que de consuelo, la idea de que el vínculo no se rompa ni con la muerte? No, porque en el paso desde el tiempo a la eternidad el bien permanece, el mal cae. El amor que les unió, tal vez por breve tiempo, persiste; no los defectos, las incomprensiones, los sufrimientos que se han causado recíprocamente. Muchísimos cónyuges experimentarán sólo cuando se reúnan «en Dios» el amor verdadero entre sí y, con él, el gozo y la plenitud de la unión que no disfrutaron en la tierra. Es también la conclusión de Goethe sobre el amor entre Fausto y Margarita: «Sólo en el cielo lo inalcanzable (o sea, la unión plena y pacífica entre dos criaturas que se aman) será realidad». En Dios todo se entenderá, todo se excusará, todo se perdonará.
¿Y qué decir de quienes estuvieron legítimamente casados con varias personas, como los viudos y las viudas que volvieron a contraer matrimonio? (Fue el caso presentado a Jesús de los siete hermanos que habían tenido, sucesivamente, como esposa a la misma mujer). También para ellos debemos repetir lo mismo: aquello que hubo de auténtico amor y donación con cada uno de los esposos o de las esposas, siendo objetivamente un «bien» y viniendo de Dios, no será suprimido. Allá arriba no habrá rivalidades en el amor o celos. Estas cosas no pertenecen al amor verdadero, sino al límite intrínseco de la criatura.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]