miércoles, 14 de noviembre de 2007

De París a Jerusalén a pie, en luna de miel (III)

PARÍS, miércoles, 14 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Mathilde y Edouard Cortès (http://www.enchemin.org), tras partir de París en luna de miel el pasado 17 de junio, han recorrido ya más de 3.700 kilómetros a pie, mendigando albergue y alimento rumbo hacia Jerusalén.

Lunes 1 de octubre, 106 día. 30 kilómetros Kacanik (Kosovo/Serbia)-Skopje (Macedonia). 2.859 kilómetros desde París

Cinco kilómetros por hora desde hace ya 106 días. Quince kilómetros desde las siete de la mañana. Los pies le duelen, le compadecemos recordando nuestra primera semana de dolores tras nuestra salida de París. Se descalza por segunda vez y busca en vano atenuar sus sufrimientos. Se enfila otro par de calcetines. Las otras veces, nos explica, no tuve calcetines nuevos como hoy. Esta ruta que une su aldea kosovar de Serbia a la capital de Macedonia, Sami la ha recorrido ya dos veces.

La primera vez, tenía veinte años. Sin un céntimo en el bolsillo, tenía que comprar un libro para sus estudios que no se encontraba más que en Skopje, entonces Yugoslavia. No pudiendo pagar el tren y el libro, optó por la marcha a pie y el libro.

Se detiene para respirar un poco. Afloja las zapatillas. Se esconde detrás de una parada de autobús para fumar un cigarrillo, lejos de la mirada de otros musulmanes. Estamos en pleno ramadán. El cigarrillo no atenúa su dolor de pies, pero le da energía para caminar por delante. Después de amanecer, le seguimos. Es nuestro guía. Es siempre tranquilizador en esta región de Kosovo donde hay que driblar jaurías de perros vagabundos, los facinerosos de los caminos, y las minas. «Mirad: es la cementera en la que trabajé durante años. Gracias al valioso libro que mis pies me permitieron adquirir, he podido estudiar economía. Yo era contable en esta fábrica. Pero los comunistas me despidieron porque pertenecía a un grupo favorable a la independencia de Kosovo».

Hace una semana desde que atravesamos Kosovo, provincia de Serbia, en trance difícil hacia su independencia. Hace dos días apenas que estábamos en la tierra de quienes Sami ve como sus enemigos, los serbios, minoritarios, y hoy amenazados por las mayorías albanesas. «Yo tuve que inclinarme ante los serbios, comprendéis ahora que no pueda vivir con ellos --explica Sami por el camino--. Es imposible».

Pensamos en la familia serbia que encontramos cincuenta kilómetros antes, que vive rodeada de alambradas en Graçanica en el recinto del monasterio ortodoxo. Clasificado patrimonio mundial de la humanidad por la UNESCO. Ese monasterio está en la lista del patrimonio en peligro. ¿Qué sucederá con estas piedras y estos hombres y mujeres que han encontrado aquí un refugio en torno a la comunidad de monjas, tras la independencia de Kosovo? ¿Qué será de Marta, la niña de seis años que tras jugar una tarde con nosotros nos regaló su único juguete, un oso de peluche: «Tened, es para vuestro primer niño». Entre 1999 y 2004, más de 120 iglesias y monasterios fueron saqueados, incendiados, dinamitados. Loque las piedras sufrieron en Kosovo, los hombres lo viven en su carne y su memoria.

Atravesar el polvorín de los Balcanes, es como pisar huevos. Percibimos el odio de una familia por otra. Pero tanto en un campo como en el otro, los croatas, los serbios, los bosnios y los albaneses tienen en común la acogida al viajero. Nuestra marcha hacia oriente se ha convertido, después de tres meses, en un rosario de encuentros que reconforta nuestros corazones. Decenas de familias llenan nuestro estómago y nuestras alforjas continuamente, a placer, tan vacías de dinero como llenas de coles, pan, tomates, pimientos, manzanas, uvas e higos.

Tras recibirnos veinticuatro horas en su casa, Sami quería abrirnos la ruta y ayudarnos a cruzar la frontera entre Kosovo y Macedonia. «No hay más que treinta kilómetros hasta la capital. Antes de que el ayuno de ramadán se rompa esta tarde, llegaremos a casa de mi sobrina, donde fuimos acogidos durante el conflicto». La segunda vez que Sami hizo esta ruta a pie fue en 1999, cuando tenía 62 años. Durante la guerra entre serbios y albaneses. Huyó con su familia por estas montañas con las columnas de albaneses que buscaban refugio en Macedonia. «Ayudamos a los ancianos y a los niños alzándoles sobre los caballos --relata--. Las montañas estaban minadas pero yo conocía estos rincones como mi bolsillo. Pasamos vivos y volvimos vivos tres meses más tarde».

Pasamos por gargantas estrechas. El camino pasa a lo largo de un río. Con nosotros, es la tercera vez que Sami emprende esta ruta. Sami es la primera persona desde París que nos acompaña durante una jornada entera de marcha. Esta mañana, sus hijos no le creían. Cuando empezamos los adioses, anunció orgullosamente que partía con nosotros. Su hijo Farid lo tomó por loco. Su hija pequeña Ginameth se echó a reír y susurró al oído de Mathilde que volvería en taxi en menos de cinco kilómetros. A los setenta años, Sami no entiende las quejas de los suyos, y piensa que son viejos de mente. Aunque su francés es excelente, inventa a veces palabras adaptadas a nuestra situación. «Si yo vengo a “peatonar” un poco con vosotros es porque quiero probar que a mi edad sigo siendo joven. Hago como vosotros, economizo el dinero del transporte, hago deporte. Caminando se gana siempre». A pesar de sus cabellos grises, su talle delgado y su mirada cortante como un cuchillo, Sami tiene los ojos claros ante el porvenir. Es joven de espíritu, poco importa el cuerpo, poco importa que los pies le duelan hoy. Él abre la marcha y le seguimos a duras penas. Cuatro horas más tarde, gritamos al viejo que se pare para reposar un poco. Al abrigo de las miradas cerca de la frontera, compartimos una ración de combate regalada por militares estadounidenses de la KFOR hace unos días. Bebiendo un batido de fresa, Sami espeta: «Los estadounidenses son amigos de los albaneses, quizá vienen aquí por el uranio o para desestabilizar a Europa, pero en todo caso nos ayudan a nuestra independencia. El próximo 10 de diciembre puede ser que proclamemos la independencia de Kosovo. Sueño con ella desde hace mucho tiempo. Esperamos todos que los estadounidenses se queden. Se lo debemos todo».

Sami se frota los pies, se quita un par de calcetines y se vuelve a poner sus zapatillas de cuero verde. Marchamos por un camino de tierra. No pudiendo más, se para a unos veinte kilómetros y se quita los zapatos. Empieza a caminar en calcetines. Me acuerdo de cuando yo caminaba treinta kilómetros en calcetines por la campiña borgoñona. Está claro quien nos dio tan buena acogida ayer, un hombre de setenta años, está sufriendo. Me descalzo y prueba mis zapatillas, del 42, ablandadas por 2.800 kilómetros de marcha. Prueba a caminar. Son un poco grandes pero va bien. Pruebo las suyas: calza un 41. Un poco cortas pero viajando uno se adapta. «Está mejor, grita Sami en cabeza, ahoro “peatona” como un joven». ¿Cómo no sacrificarse diez kilómetros, dos horas, por el hombre que nos abrió generosamente su universo? Fuimos alimentados, alojados, mimados. Hemos compartido en familia en el salón oriental de té, café turco y una comida de ramadán. Su hija pequeña Ginameth lavó nuestra lencería y regaló a Mathilde perfume y un top «sexy». «Estáis en viaje de luna de miel --dijo--, es normal que te pongas bonita. En todo caso, tu marido Edouard, con tu única camisa azul, tu cara sin maquillar, tiene la oportunidad de amarte de verdad». La familia nos dio la habitación más bonita. Una cama de matrimonio que ha sido un cambio respecto a nuestra alfombrilla; un edredón que ha reemplazado nuestros sacos de dormir. Una marcha de viaje de bodas como la nuestra es exponer nuestro amor a la intemperie del camino, a los caprichos de los hombres buenos y malos, a las tormentas que estallan en una pareja. La marcha es un desnudarse, donde la voluntad de amarse triunfa sobre los sentimientos apasionados. Ginameth tiene razón. Las máscaras han caído, el amor verdadero tiene un rostro para mí, el de Mathilde. En la ruta de oriente, he encontrado a centenares de hombres y mujeres. En esta «marcha de dos», encuentro a mi mujer, como anillo al dedo.

En ruta hacia Skopje, me quedo un poco atrás. Las zapatillas de Sami no son desde luego de mi talla. Mathilde y Sami van por delante. En una hora, estaremos de nuevo al calor de un hogar. Diez kilómetros con los pies en estos yugos me aplastan las uñas. Las uñas de mis dedos gordos se caerán solas. De madrugada, antes de despedirnos, Sami llora todas sus lágrimas. «Perdí a mi mujer hace tres años, he ‘peatonado’ con vosotros en su memoria, un viaje de bodas póstumo. Marcharé todavía mucho tiempo con vosotros hacia Jerusalén».

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