«El Señor os pide y os confía el servicio del amor»
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 25 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este sábado durante la celebración de la Palabra con motivo del consistorio ordinario público para la creación de 23 nuevos cardenales que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro en el Vaticano.
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Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
En esta basílica vaticana, corazón del mundo cristiano, se renueva hoy un significativo y solemne acontecimiento eclesial: el consistorio ordinario público para la creación de 23 nuevos cardenales, con la imposición del birrete y la asignación del título. Es un acontecimiento que suscita cada vez una emoción especial, y no sólo entre quienes son admitidos a formar parte del Colegio cardenalicio con estos ritos, sino entre toda la Iglesia, desbordante de alegría por este elocuente signo de unidad católica.
La misma ceremonia, en su estructura, subraya el valor de la tarea que los nuevos cardenales están llamados a desempeñar cooperando estrechamente con el sucesor de Pedro, e invita al pueblo de Dios a rezar para que en su servicio estos hermanos nuestros permanezcan siempre fieles a Cristo, si es necesario, hasta el sacrificio de la vida, y se dejen guiar únicamente por su Evangelio. Nos unimos por tanto con fe a su alrededor y elevamos ante todo al Señor nuestra acción de gracias con la oración.
En este clima de alegría y de intensa espiritualidad os saludo con afecto a cada uno de vosotros, queridos hermanos, que desde hoy sois miembros del Colegio cardenalicio, escogidos para ser, según una antigua institución, los consejeros y colaboradores más cercanos del sucesor de Pedro en la guía de la Iglesia.
Saludo y doy las gracias al arzobispo Leonardo Sandri, que en vuestro nombre me ha dirigido corteses y deferentes palabras, subrayando al mismo tiempo el significado y la importancia del momento eclesial que estamos viviendo.
Deseo recordar, además, al fallecido monseñor Ignacy Jez, a quien el Dios de toda gracia llamó a su presencia antes del nombramiento para ofrecerle una corona mucho más grande: la gloria eterna en Cristo.
Mi cordial saludo se dirige, después, a los señores cardenales presentes y también a quienes no han podido estar físicamente con nosotros, pero que se encuentran aquí unidos espiritualmente. La celebración del consistorio siempre es una ocasión providencial para ofrecer «urbi et orbi», a la ciudad de Roma y al todo el mundo, el testimonio de esa unidad singular que une a los cardenales en torno al Papa, obispo de Roma.
En esta solemne circunstancia, quiero dirigir también un saludo respetuoso y deferente a las representaciones gubernamentales y a las personalidades aquí reunidas de todas las partes del mundo, así como a los familiares, amigos, sacerdotes, religiosas y religiosos, y a los fieles de las diferentes Iglesias locales de las que proceden los nuevos purpurados.
Saludo, por último, a todos aquellos que se han reunido aquí para estar a su lado y expresar con alegría festiva su estima y afecto.
Con esta celebración, vosotros, queridos hermanos, quedáis introducidos con pleno título en la veneranda Iglesia de Roma, de la que el sucesor de Pedro es el pastor. En el Colegio de los cardenales revive de este modo el antiguo «presbyterium» del obispo de Roma, cuyos componentes, desempeñando funciones pastorales y litúrgicas en las diferentes iglesias, le aseguraban su preciosa colaboración en el cumplimiento de las tareas ligadas a su ministerio apostólico universal.
Las circunstancias han cambiado y la gran familia de los discípulos de Cristo está hoy diseminada en todo el continente hasta llegar a los rincones más remotos de la tierra, habla prácticamente todos los idiomas del mundo, y a ella pertenecen pueblos de toda cultura. La diversidad de los miembros del Colegio cardenalicio, tanto por su proveniencia geográfica como cultural, subraya este crecimiento providencial y manifiesta al mismo tiempo las nuevas exigencias pastorales a las que tiene que responder el Papa.
Por tanto, la universalidad, la catolicidad de la Iglesia, se refleja muy bien en la composición del Colegio de los cardenales: muchísimos son pastores de comunidades diocesanas, otros están al servicio directo de la Sede Apostólica, otros han ofrecido servicios beneméritos en sectores específicos pastorales.
Cada uno de vosotros, queridos y venerados hermanos neocardenales, representa por tanto a una porción del articulado Cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia difundida por doquier. Se muy bien todo el cansancio y sacrificio que hoy implica la atención de las almas, pero conozco la generosidad que fundamenta vuestra actividad apostólica cotidiana.
Por este motivo, en esta circunstancia, quiero confirmaros mi sincero aprecio por el servicio que habéis prestado fielmente durante tantos años de trabajo en los diferentes ámbitos del ministerio eclesial, servicio que ahora, al ser elevados a la púrpura cardenalicia, estáis llamados a realizar con una responsabilidad aún más grande, en íntima comunión con el obispo de Roma.
Ahora pienso con afecto en las comunidades confiadas a vuestra atención pastoral y, de manera especial, a las que sufren a causa de diferentes desafíos y dificultades. Entre éstas, ¿cómo no dirigir la mirada con aprensión y afecto, en este momento de alegría, a las queridas comunidades cristianas que se encuentran en Irak?
Estos hermanos y hermanas nuestros en la fe experimentan en su propia carne las dramáticas consecuencias de un conflicto que perdura y viven en una situación política sumamente frágil y delicada. Al llamar a formar parte del Colegio de los cardenales al patriarca de la Iglesia caldea, he querido expresar concretamente mi cercanía espiritual y mi afecto a esas poblaciones. Queremos, juntos, queridos y venerados hermanos, reafirmar la solidaridad de toda la Iglesia a favor de los cristianos de aquella amada tierra y exhortar a que se invoque del Dios misericordioso la deseada reconciliación y la paz para todos los pueblos involucrados.
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios que nos ayuda a comprender mejor el momento solemne que estamos viviendo. En el pasaje evangélico, Jesús acaba de recordar por tercera vez la suerte que le espera en Jerusalén, pero la ambición de los discípulos toma el lugar del miedo que en un primer momento les había asaltado.
Tras la confesión de Pedro en Cesarea y la discusión por el camino sobre quién de ellos sería el más grande, la ambición lleva a los hijos de Zebedeo a reivindicar para sí mismos los mejores puestos en el reino mesiánico, al final de los tiempos. En esta carrera a los privilegios, los dos saben muy bien lo que quieren, al igual que los otros diez, a pesar de su «virtuosa» indignación. Pero, en realidad, no saben lo que están pidiendo. Jesús se lo da a entender hablando en términos muy diferentes del «ministerios» que les espera. Corrige la burda concepción del mérito que tienen, según la cual, el hombre puede ganarse derechos ante Dios.
El Evangelista Marcos nos recuerda, queridos y venerados hermanos, que todo auténtico discípulo de Cristo sólo puede aspirar a una cosa: a compartir su pasión sin reivindicar recompensa alguna. El cristiano está llamado a asumir la condición de «siervo», siguiendo las huellas de Jesús, entregando su vida por los demás de manera gratuita y desinteresada. No debe caracterizar cada uno de vuestros gestos y apalabras la búsqueda del poder y del éxito, sino la humilde entrega de sí mismo por el bien de la Iglesia.
La verdadera grandeza cristiana, de hecho, no consiste en dominar, sino en servir. Jesús nos repite a cada uno de nosotros que Él no «ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Marcos 10, 45). Este es el ideal que debe orientar vuestro servicio.
Queridos hermanos, al pasar a formar parte del Colegio de los cardenales, el Señor os pide y os confía el servicio del amor: amor a Dios, amor a su Iglesia, amor a los hermanos con la máxima e incondicional entrega, «usque ad sanguinis effusionem» [«hasta el derramamiento de la sangre», ndt.], como dice la fórmula de la imposición de la birreta y como muestra el color rojo de los hábitos que vestís.
Sed apóstoles de Dios que es Amor y testigos de la esperanza evangélica: esto espera de vosotros el pueblo cristiano. La ceremonia de hoy subraya la gran responsabilidad que recae sobre cada uno de vosotros, venerados y queridos hermanos, y que es confirmada en las palabras del apóstol Pedro que acabamos de escuchar: «Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pedro 3, 15). Esta responsabilidad no evita los riesgos sino que, como sigue recordando Pedro, «más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal» (1 Pedro 3, 17). Cristo os pide que confeséis ante los hombres su verdad, que abracéis y compartáis su causa; y que hagáis todo esto «con dulzura y respeto, manteniendo una buena conciencia» (1 Pedro 3, 15-16), es decir, con esa humildad interior que es fruto de la cooperación con la gracia de Dios.
Queridos hermanos y hermanas: mañana en esta misma basílica tendré la alegría de celebrar la eucaristía en la solemnidad de Cristo Rey del universo, junto a los nuevos cardenales, y les entregaré el anillo. Será una oportunidad particularmente importante y oportuna para reafirmar nuestra unidad en Cristo y para renovar nuestra voluntad común de servirle con total generosidad. Acompañadles con vuestra oración para que respondan al don recibido con entrega plena y constante.
Nos dirigimos ahora con confianza a María, Reina de los Apóstoles. Que su presencia espiritual, en este singular cenáculo sea para los nuevos cardenales y para todos nosotros prenda de la constante efusión del Espíritu Santo que guía a la Iglesia en su camino en la historia. ¡Amén!
Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana
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